El Columnero, 7 de marzo 2016
Esta semana conocimos las cifras sobre desempleo en los Estados Unidos. Impresionantes… por positivas.
El desempleo se mantuvo por segundo mes consecutivo en 4.9% (ya venciendo el hito de 5,5% en el que venía estable); esta vez con más de 242 mil nuevos puestos de trabajo agregados por el sector privado: un incremento de 42% sobre el promedio de los últimos meses y consolidando una tendencia de casi 7 años consecutivos de creamiento en el empleo del sector privado.
En pocas palabras, el gobierno de Obama ha alcanzado lo que para muchos economistas es una situación cercana al pleno empleo. Paralelamente, el déficit fiscal está en el orden del 2,8% del PIB; el precio de la gasolina ha bajado a menos de $2 dólares el galón y los síntomas de fortaleza y salud del sector financiero y empresarial en EEUU se expresan en ganancias récord, así un índice bursátil que se mantiene en orden de los 17 mil puntos.
En este punto vale la pena detenerse para hacer una consideración política. Cuando Barack Obama asumió a la Presidencia en 2009, el país estaba en una profunda recesión que amenazaba con llevarse por los cachos al sistema bancario y la industria automotriz. Con un desempleo que rondaba el 12%, un déficit fiscal del 9,8%, el precio de la gasolina escalando (hasta alcanzar casi los 4 dólares el galón), así como una fragilidad corporativa y empresarial expresada en un índice bursátil de 8 mil puntos.
La prédica republicana se centró en acusar a Obama de ser socialista; que quebraría al país; y que con su plan de estímulos e inversiones públicas, así como con su legislación de acceso a la salud pública, terminaría asfixiando al sector empresarial privado. Los hechos han demostrado todo lo contrario. Incluso al punto de poner al sector privado y al emprendimiento innovador como el caballo que tira de la carreta de la economía de EEUU.
En cualquier parte del mundo donde se desarrollaran unas elecciones presidenciales como referéndum sobre una gestión económica como la del gobierno de Obama, ganaría sin lugar a dudas el candidato del partido de Gobierno. En este caso, quien en primarias resulte electo candidato del Partido Demócrata, que a esta altura es virtualmente Hillary Clinton, ex Secretaria de Estado del Gobierno de Barack Obama.
Sin embargo, en el desarrollo de la contienda presidencial subyacen dos expresiones que cuestionan profundamente al estatus-quo. Por un lado, están las nuevas generaciones socialmente liberales, los trabajadores y las minorías étnicas, que demandan mayor participación en los beneficios de esos resultados económicos, a través de mejoras salariales (el salario mínimo federal en EEUU es el más bajo de todos los países occidentales, con nivel comparable de desarrollo, y el Congreso, controlado por los republicanos, se niega a siquiera debatir el asunto), así como mayor inclusión y acceso a servicios de salud, educación o el crédito; pero muy en el mayor nivel de prioridad, una “economía verde”, es decir, sustentable en su crecimiento y que atienda el grave problema del cambio climático.
También gravitan las tensiones raciales, que se expresan en comunidades urbanas y sub-urbanas como resultado de un sistema de justicia criminal y policial que exige una revisión muy profunda.
En todos estos sectores priva una aspiración de cambio radical con inspiración utópica, en muchos casos, caracterizada por un clamor generacional de justicia social e igualdad. En ese espacio, desde la plataforma progresista del partido demócrata ha capitalizado el Senador Bernie Sanders lo que podemos definir como un movimiento que busca empoderarse.
En el otro extremo están los reaccionarios. Un contingente que luce atrapado en la vieja economía y los viejos paradigmas, que culpa de sus dificultades a la inmigración o a otros países, que explica todo con parámetros del pasado o dogmas religiosos. Sus problemas son reales, pero los culpables, desde su percepción, no lo son. En estos sectores hay otros problemas de inclusión o de reinserción al mercado laboral y hay una violenta frustración acumulada. Allí priva un sentimiento de rabia. Ese espacio, y atizando el conflicto o la división social, se encuentra capitalizado por el extravagante magnate Donald Trump, quien con ese apoyo se viene imponiendo en las primarias del electorado conservador, hasta convertirse en un dolor de cabeza para el establecimiento del partido republicano.
A esta altura de la contienda presidencial estadounidense, el Partido Republicano intenta toda clase de maniobras para frustar lo que ya parece una inevitable nominación de Trump, cosa que terminaría por implosionar a esa tolda. Pero el otrora partido conservador, fundado nada menos que por Abraham Lincoln, está secuestrado por un extremo, los más radicales de la derecha, subproducto de una obtusa estrategia de obstruccionismo y negación frente a la agenda de Obama estos últimos 8 años.
En la historia política americana hay una tendencia de alternabilidad en el ejercicio del poder entre demócratas y republicanos luego de 8 años en la Presidencia. Esa alternancia suele combinarse con, al menos, una de las dos cámaras legislativas en manos del partido de oposición, y la otra, usualmente el Senado, actuando como una arena de diálogo y enfriamiento o conciliación de los conflictos. La Corte Suprema, siempre a la expectativa como árbitro al margen del conflicto, expresa las tendencias de pensamiento constitucional, conservadoras o liberales, que dominan según el tiempo histórico en que ocurran los nombramiento de los 9 magistrados vitalicios que la integran.
Ha habido excepciones. Por ejemplo, el caso de Carter o Bush (padre), quienes solo gobernaron un período presidencial. Pero también hay que pensar en las excepciones de mandatos extendidos más allá de dos periodos presidenciales. Tales son el caso de Franklin Delano Roosevelt (FDR) con su New Deal (Nuevo Acuerdo), quien gobernó cuatro períodos (antes de la enmienda que limitó el ejercicio de la Presidencia a una sola reelección); o el binomio Reagan-Bush, que se extendió por tres períodos, en los que Bush (el padre) como Vice-Presidente de Reagan tomó el testigo para continuar la misma agenda política. En ambos casos, los Presidentes tuvieron también la posibilidad histórica de cambiar la tendencia en el pensamiento constitucional de la Corte Suprema, dadas las vacantes producidas por falta absoluta de varios magistrados durante esos extendidos periodos en el poder.
En estas elecciones pareciera que Estados Unidos está más cerca de una elección presidencial en el marco excepcional que en el de la regla general de alternabilidad. Pareciera que se repetirá lo que les pasó a los republicanos durante el mandato popular de transformación ejecutado por FDR en los años de la gran depresión y la Segunda Guerra Mundial, cuando el carácter reaccionario fue desplazado por la aspiración y búsqueda de cambio, en un contexto muy polarizado.
Al presidente Obama la historia le ha ofrecido la oportunidad de nominar con éxito a dos magistrados de la Corte Suprema: Sonia Sotomayor, la primera mujer latina en tan alta magistratura, y Elena Kagan, ex decano de la Escuela de Derecho de Harvard; y a partir de ahora, se abre la necesidad de un nuevo nombramiento ante el inesperado fallecimiento del magistrado conservador Antonin Scalia; con lo cual cambiaría por décadas el pensamiento jurídico expresado en los fallos de la Corte. Esto sin entrar a considerar la frágil situación de salud por la que atraviesa la magistrada (de tendencia liberal) Ruth Bader Ginsburg. Este tema pasa ahora a tener un relieve especial durante las elecciones presidenciales.
Así las cosas, concluida las primarias de ambos partidos da la impresión de que el reto de Hillary Clinton será integrar la base como abanderada demócrata, con el movimiento juvenil y progresista movilizado por Sanders, para avanzar hacia la consolidación de un mandato de reformas que concrete los cambios sociales demandados por esa mayoría, sin poner en riesgo el buen desempeño económico de estos últimos años.
Sin duda, es una elección histórica, donde hay mucho en juego. Y, por cierto, con un impacto global, puesto que de esa Presidencia dependerá el manejo de conflictos muy delicados y de cambios muy complejos en pleno desarrollo en el ámbito internacional.
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