El Nacional, 18 de febrero 2016
Venezuela es, sin duda, una olla de presión. Tal es la vivencia de la población, inmersa en un frágil contexto social y abrumada por el malestar de las colas que debe hacer diariamente.
Pero precisemos algo. El ingreso per cápita petrolero de Venezuela solo ha estado por debajo de los 1.200 dólares, en nuestra historia contemporánea, en 4 oportunidades: 1) Cuando la explosión del Caracazo en 1989 ($997); 2) En 1998, cuando Hugo Chávez ganó las elecciones ($930); 3) En 2002, cuando se precipitaron los acontecimientos de abril y noviembre ($1.197); y durante 2015, así como en el año en curso, cuando el promedio alcanzó los $888, para descender en lo que va del 2016 hasta $423.
Si a esto sumamos el colapso del sector privado (inducido por la hostilidad regulatoria y política contra la empresa y propiedad privada), que nos ha convertido en una economía de puertos, y el peso de la deuda externa, no hay que ser un genio para entender que estamos en un punto histórico de inflexión.
Estamos trabados en una transición que no se ha podido encauzar políticamente, porque las transiciones pacíficas tienen que encontrar expresión institucional a través de acuerdos básicos entre quienes detentan el poder y quienes emergen como alternativa. De lo contrario, se imponen las vías de hecho, que terminan por atropellar a todos los actores sociales, políticos y económicos.
El gobernador Henrique Capriles ha retomado la calle para proponer el referendo revocatorio presidencial. Lo hace sin considerarlo excluyente de otras opciones, como la enmienda constitucional para recortar el mandato presidencial, que es la bandera de la mayoría parlamentaria.
La enmienda presenta un obstáculo muy difícil de sortear. El TSJ tiene dos caminos para bloquearla, que están telegrafiados: primero, puede decir que es materia de reforma constitucional y no de una enmienda (no estoy dando una opinión, solo afirmo lo que previsiblemente harían en un contexto de hostilidad o confrontación). O, en segundo lugar, pueden decidir que el recorte del mandato no es de aplicación inmediata al periodo en curso, pues sería equivalente a darle efecto retroactivo a la norma.
Pero, además de lo jurídico, orbita un argumento político. El pueblo es simplemente un espectador en la discusión y aprobación de la enmienda, mientras que es el protagonista en su movilización para recolectar las firmas necesaria para el proceso revocatorio. Y ahí reside el mérito político de la propuesta de Henrique Capriles.
No obstante, hay que destacar las debilidades del referendo. En primer lugar, la recolección de firmas y su validación constituyen un proceso legal y reglamentario que pasa por una convocatoria del CNE. En segundo lugar, el tiempo revocatorio es diferente en sus efectos si ocurre antes o durante los últimos 2 años del periodo presidencial. Y esto ya está cantado como otra ventana de intervención del TSJ, que con su flamante guarimba judicial de la Sala Constitucional terminará ubicándonos en una interpretación espuria, la que más le convenga al gobierno, como sería decir que Maduro concluye el mandato de Chávez y que, por ende, los dos últimos años de su mandato se cuentan desde la fecha de comienzo del periodo constitucional de este, en enero del 2013. Con lo cual, pautando la recolección de firmas para diciembre, conjuntamente con la elección de gobernadores, podrían fijar la fecha para su celebración ya entrando en los últimos dos años del mandato (asumiendo que se obtengan las firmas, que de seguro habrá de sobra, aún ante el factor intimidación y miedo). Vista la maraña de subterfugios de los que podrían echar mano el Gobierno y sus subalternos del TSJ, el revocatorio podría no desembocar en la elección de un nuevo presidente sino en la conclusión de ese mandato por parte del vicepresidente, (asumiendo que se logre al menos la misma cantidad de votos con los que se eligió Maduro en 2013).
Por otra parte, queda la convocatoria a la Asamblea Constituyente, que puede hacer la Asamblea con el voto de las dos terceras partes de sus miembros, hoy detentadas por la oposición. Pero ahí entramos en el debate de los diputados impugnados. Para aprobar leyes orgánicas, la norma constitucional exige las dos terceras partes de los diputados presentes en la sesión al iniciarse la discusión del respectivo proyecto de ley. Y esa mayoría calificada se tiene. Pero para convocar la Constituyente síreza la norma constitucional según la cual se requiere las dos terceras partes de todos sus miembros o integrantes. He aquí otra invitación telegrafiada para la incursión del TSJ. Pero además, políticamente hablando, convocar una Constituyente nos pone ante la incertidumbre de sus resultados electorales y la composición que tendrá. Mientras que, si se trata de asumir un mandato constituyente, la actual Asamblea puede hacerlo, con su mayoría de 2/3 partes, entrando en un proceso de reforma constitucional. Eso sería más sensato y práctico, si se trata de darnos una nueva Constitución.
Como primera conclusión, salta a la vista que la llave para cualquier salida institucional está en la reforma de la Ley Orgánica del TSJ, para diluir el poder de los actuales militantes del PSUV que controlan sus salas, simplemente creando nuevos magistrados que pasarían a ser nombrados por la Asamblea. Esto es más viable que la destitución de los írritos nombramientos efectuados el pasado diciembre, cuando la AN era un cuartel de Diosdado Cabello. Porque ese proceso está anunciado que terminará en impugnaciones judiciales que tocará conocer al propio TSJ con la inhibición de los magistrados incursos en las destituciones. Nada prometedor este camino.
Desde luego, es preciso reformar la ley del TSJ, convocar el comité de postulaciones y hacer los nuevos nombramientos, sin caer en los excesos y absurdos que cometió el cuartel de Cabello. Por tanto, ese proceso toma un tiempo. Y, como para todas las vías anteriores, tiempo es el que falta, dada la magnitud de la crisis económica que impulsa esta inevitable transición, que no solo es política, sino principalmente de modelo económico para reconducir las potencialidades del país, en una coyuntura de bajos ingresos petroleros.
Se que al leer lo anterior el lector brincará impaciente: ¡pero está la renuncia de Maduro! Y sería tan sencillo. Requiere una sola firma. Podría ser de efecto inmediato. Serviría de base para la convocatoria de unas elecciones presidenciales. Y le ahorraría tanto sufrimiento a Venezuela… Es verdad, pero eso depende de la voluntad de Maduro y del tiempo en el que decida hacerlo. Eso definiría si se procede a elecciones o si corresponde la sucesión del Vicepresidente para concluir el mandato.
¿Dónde nos emplaza este panorama? En el único terreno donde se pueden hacer transiciones pacíficas e institucionales exitosas: en las arenas de la negociación.
Y el lugar para promoverla negociación es el foro político, donde reside la última expresión colegiada de la soberanía popular.
Se puede evadir esa realidad, pero poniendo al país a merced de una dinámica de cambios impuesta por una crisis sin conducción, sin hoja de ruta, donde las vías de hecho se impondrían, como lamentablemente ha ocurrido en cantidad de oportunidades en nuestra historia.
Evitar que el país quede al garete y lograr una transición pacifica, institucional –esto es, negociada–, es un propósito que debería asumir todo liderazgo democrático responsable. Sobre todo, tomando en cuenta la magnitud de la crisis y los ajustes que esta impone.
¿Quiénes se atreverán, en ambos lados del espectro político, a promover la interlocución internacional de alguien que nos ayude a negociar la transición?
Y quién sería ese alguien…
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