El Nacional, 14 de febrero 2016
En estos días devoré un libro titulado “Si los alcaldes gobernaran el mundo: Naciones disfuncionales y ciudades emergentes”, de Benjamin Barber, reconocido, audaz, profundo y disruptivo intelectual de la politología contemporánea en Estados Unidos.
Como toda idea ruptural, su planteamiento es poderoso y desafiante. Barber atribuye buena parte de las crisis que atraviesa el mundo contemporáneo al hecho de que tenemos instituciones que responden a realidades superadas por la revolución tecnológica y social, y a que seguimos empeñados en buscar respuestas desde ese paradigma obsoleto. Propone Barber que dejemos de pensar en el Estado Nación como dispensador de soluciones y nos enfoquemos en la Ciudad como epicentro de las políticas públicas.
Similar reflexión, en paralelo y por otros caminos, que abordan, más allá de lo político, los mercados, los negocios y la educación misma, hace Moisés Naím en su libro “El fin del poder”. Una de las conclusiones de Naim es que las instituciones de las cuales esperamos respuestas para grandes problemas globales no tienen capacidad de respuesta como hace tres o cuatro décadas. Naím plantea que vivimos en una sociedad donde Google cambió las reglas del juego comunicacional, del acceso al conocimiento y el mercadeo; donde el valor de capitalización de Apple es mayor que el de Exxon o en el volumen de los activos que manejan los "hedge funds" mayor que los que administra la banca; y donde se multiplican situaciones como la ocurrida en la industria de la fotografía donde unos jóvenes crearon Instagram, una plataforma que ahora es más importante que la fallida Kodak.
En este panorama de marcos fluctuantes, Barber nos recuerda en su libro que las ciudades son los enclaves o hábitats más antiguos: la cuna de la democracia es la polis de Atenas; que Estambul es el puente de las civilizaciones, al margen del viejo imperio Otomano y Turquía a los cuales pre-existe; que Nueva York es el centro financiero del planeta o que San Francisco y el Valle del Silicon son el epicentro de la innovación, con independencia de la cacareada pérdida de poder industrial de los EEUU en el mundo.
Barber insiste en que la Ciudad es el espacio donde nos activamos como seres humanos (“where the action is”). Es el espacio político, económico y social con mayor caracterización e influencia en nuestras vidas, mucho más que los países o naciones donde se encuentran las ciudades donde nacimos, estudiamos y trabajamos. No perder de que vista que, tal como recuerda el autor, más de la mitad de la población del mundo vive en ciudades o enclaves urbanos, escribe el autor.
Partiendo de la premisa de que frente a las crisis económicas, las exigencias de seguridad, los asuntos energéticos, los desafíos alimentarios o de servicios, el transporte, los movimientos migratorios y el cambio climático, quizás podamos lograr más si empoderamos a los alcaldes de las ciudades, en lugar de insistir en soluciones promovidas desde arriba por los gobiernos nacionales. De hecho, argumenta Barber, que ya, dando un rodeo al peso burocrático del Estado nación, muchos alcaldes y ciudades están respondiendo con propuestas concretas a todos estos problemas, a veces en redes de cooperación e intercambios virtuosos de mejores prácticas y proyectos. Y es de hacer notar que en muchas ocasiones se han producido dramáticos contrastes entre el éxito, calidad de vida y el destino de una urbe que se transforma superando la adversidad que afecta al resto del país. Hay, pues, ciudades que se han sustraído a la terrible suerte de otras, asfixiadas por los gobiernos centrales o impedidas de actuar por la arrogancia burocrática del Estado nación, que establece lo que puede y no puede hacerse entre naciones.
Con estas ideas en mente, podemos pensar en la multinacionalidad de las corporaciones que define la estructura de nuestras economías y consumo, así como el acceso al conocimiento, capital, recursos humanos y mercados que puede lograr un joven emprendedor sin moverse de su ciudad, para armar una red productiva y tercerizada, que compita con gigantes posicionados en los mercados. Por ese camino, podemos adherir los acuerdos de comercio e inversiones, las uniones aduaneras o los proyectos de integración económica que de la misma manera borran las líneas del Estado nacional para construir mercados más ágiles y relevantes.
Este tipo de concepción, esta nueva manera de programar las asociaciones, los encuentros, las coincidencias, supone un estimulante desafío para nuestra capacidad de respuesta. Podemos imaginar una ruta de municipalización de la vida pública en el marco de una reingeniería política del estado nacional, así como en convertir el acceso, formación y empoderamiento ciudadano a través de la revolución digital en una prioridad para darnos un mejor destino.
Aquí podría haber un yacimiento de soluciones para la tragedia que vive Venezuela. La angustia que experimentamos y la urgencia de acometer cuanto antes la reconstrucción nacional pueden encontrar un cauce en estas ideas que están definiendo el futuro, del cual la barbarie de estos años nos han sustraído.
El ejercicio de dividir la catástrofe en porciones: ciudades, en vez de la totalidad del país, podría simplificarnos el reto y, además nos llevaría a retomar el anhelo de descentralización que, con la determinación democrática, son fuerzas que siguen muy firmes en el corazón de nuestras aspiraciones ciudadanas.
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