El Nacional, 23 de agosto 2015
Hace dos décadas, mientras cursaba estudios de post grado en la Universidad de Princeton, asistí a la cátedra magistral del ex presidente de la Reserva Federal, Paul Volker, quien afirmó: "Los gobiernos invierten años en negociar acuerdos comerciales que permitan un intercambio libre, pero justo y reciproco, sin poder evitar que los Bancos Centrales borren todos esos alcances en minutos, con una devaluación de sus monedas...".
Las recientes devaluaciones del yuan trajeron esas palabras a mi memoria. La economía de China viene ralentizándose y su mercado de capitales en franca caída (del 25% a esta fecha), pese a una decidida intervención del gobierno de casi 500 billones de dólares para sostener sus valores. Entretanto, el dólar se fortalece mientras el mercado de capitales de Estados Unidos se mantiene atractivo con un entorno de sostenido y moderado crecimiento en la economía; pese a los ajustes inevitables por el impacto de la caída del precio del petróleo sobre las acciones de las compañías del sector energético (Exxon, entre otras), cuyo peso en el índice bursátil es muy grande.
El fortalecimiento del dólar encarece las exportaciones americanas, pero debilita el precio de materias primas como el petróleo y los metales, como el oro (referente clave del sistema monetario global). Al tiempo que incrementa el ahorro interno y el poder de consumo en el mercado de Estados Unidos, favoreciendo el crecimiento. Al robustecerse el dólar, ante la incertidumbre, el capital se refugia en los mercados financieros y de capital norteamericanos.
En ese contexto, China ha devaluado su moneda dos veces en un mes, lo que encarece aún más las exportaciones de Estados Unidos en su mercado, y le otorga una competitividad, si se quiere inorgánica, a la exportación de sus productos en Estados Unidos, que puede sostener su déficit comercial en tanto los flujos en su cuenta de capital sean favorables, entre otras formas, colocando deuda en el mercado global absorbida en gran medida por China. Por otra parte, este entorno económico relativamente favorable a las inversiones en que se respira en Estados Unidos es posible en parte por la sostenida decisión de la Reserva Federal de mantener las tasas de interés en niveles históricamente bajos. Sin ese estimulo o incentivo, las cosas podrían cambiar.
Por su parte, al país de los antiguos mandarines también le favorece el descenso en los precios del petróleo, mientras que a Estados Unidos le conviene, pero en un margen que permita la sustentabilidad de las alternativas energéticas, que vienen desarrollándose en la última década y en las cuales hay billones de dólares invertidos a riesgo.
Mientras China y Estados Unidos gobiernan sus economías y las del planeta, -entre otras cosas, con el valor que pueden establecer a sus monedas-, es preciso tomar en cuenta algunas tendencias internas que influyen en este complejo tejido. En Estados Unidos hay una creciente demanda popular por mayor igualdad y justicia social; no se trata solo de la reducción de la pobreza (en la que vive el 16% de la sociedad estadounidense), sino de la injusticia social, la lucha por un salario mínimo competitivo al compararlo con el de otros países desarrollados, las tensiones raciales o la inequidad en el acceso a servicios de calidad, la salud, una mejor educación pública o el sistema de crédito al pequeño y mediano emprendedor.
El titán asiático, por su lado, confronta la presión de incrementar la inversión doméstica para acelerar su crecimiento, al mismo tiempo que aumenta su consumo interno. Pero, cada vez que devalúa con el propósito de crecer hacia afuera, golpea el poder de compra de una sociedad en la que millones de personas salen anualmente de la pobreza para convertirse en consumidores o en una emergente clase media que demanda mayor participación en los resultados de la economía. Además, el contraste entre la modernidad y estelaridad de enclaves como Beijing, Hong Kong o Shangai, con la ruralidad y atraso de muchas provincias del inmenso territorio chino constituyen un claro desafío para su sistema, así como también la creciente presión por condiciones laborales más justas en un sistema industrial que prácticamente es subsidiado, no tanto por la subvaluación del yuan, sino por un sistema salarial injusto como pocos en el planeta.
Imaginar dónde puede terminar -o dónde encuentra equilibrio- este conjunto de fuerzas y conflictos entre intereses económicos nacionales en el contexto global constituye un ejercicio fascinante de muy difícil respuesta y predicciones, pero una mirada al escenario permite extraer algunas conclusiones:
Primero: Estados Unidos y China son cada vez más interdependientes en su rivalidad económica. Han devenido socios obligados, en pocas palabras.
Segundo: La fortaleza, poder emprendedor e innovador, capacidad de adaptación al cambio y dinamismo orgánico de la economía de EEUU es asombroso... su gran desafío es reducir las desigualdades sin afectar esos atributos.
Tercero: China seguirá adquiriendo peso y relevancia en la economía global, pero las presiones internas ponen a su gobierno en una difícil encrucijada: entre dar más rienda a las libertades económicas, a través de agresivas reformas (a riesgo de lo que ello significa en el campo político para la hegemonía del matrimonio entre el Partido Comunista y el Ejército), o continuar ensayando estrategias solo posibles mediante el fortalecimiento del poder de planificación y gobernanza económica central, al que recurrentemente acuden cuando perciben que los mercados hablan por sí mismos.
Por ahora, y mientras esos asuntos encuentran respuesta, el planeta sigue a la expectativa ante una batalla económica dominada por una lucha monetaria donde la última palabra, -y al margen de los complejos procesos de decisión gubernamental o negociaciones internacionales-, la tienen, con su característica agilidad, el Banco del Pueblo de China y la Reserva Federal de Estados Unidos.
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