El Nacional, 4 de octubre 2015
La masa no está para bollo, como dice el refranero popular. La crujida económica de China está pasando factura a toda Latinoamérica, luego de una década de crecimiento y resiliencia ante la crisis de 2008 en Estados Unidos y la que todavía se siente en Europa.
Todas las proyecciones de crecimiento económico en la región han sido ajustadas. Para muestra un botón: Brasil decrecerá 1% (en lugar de crecer 2%, como se calculaba); Perú, que venía a niveles de 5,5% de crecimiento, decaerá a 3,5% (una desacelaración relativa de casi 40%, un frenazo ciertamente fuerte); Argentina no crecerá, cuando esperaba un crecimiento moderado de 2%; México, afectado también por la caída de los precios del petróleo, logrará no obstante sostener su crecimiento en niveles de 3% (de un cálculo previo de 3,5%); y Venezuela, por esa misma razón, experimentará una caída en su PIB de -4%, la mayor contracción en toda la región.
La primera pregunta, al evaluar las cifras, es cómo México, un país también petrolero y con nivel de apertura importante con China y el mercado del Pacífico, logra navegar económicamente mejor que Brasil o Venezuela.
Obviamente, muchos líderes políticos de la región estaban deslumbrados con el llamado Modelo Lula. La verdad es que no fue el modelo Lula/Dilma, sino el gobierno socialdemócrata de Fernando Henrique Cardoso el que encaminó a Brasil por la senda económica cuya mejor cosecha recogió Lula, quien sin medir consecuencias introdujo distorsiones y provocó una exposición fiscal que hoy hacen crisis. Por el contrario, nadie en la narrativa política apostaba por México, cuya economía sigue resiliente, pese a las dificultades (entre otras cosas, en su portafolio exportador y de inversiones sigue muy presente el gran vecino del norte, cuyo desempeño económico continúa en recuperación). Nada más en septiembre, la economía estadounidense agregó 144.000 nuevos puestos de trabajo en el sector privado.
En Latinoamérica el debate está centrado en lo económico: cómo manejar los ajustes introduciendo reformas que impulsen el crecimiento económico a través de nuevas inversiones, emprendimientos e innovación.
El continente entiende que la década dorada de las materias primas (cuyos precios, que crecieron al ritmo de la expansión del consumo de China, no son suficientes para un desarrollo sustentable). Incluso en Colombia, los acuerdos de paz incorporan en su razonamiento el asunto económico, pues la paz tendrá un dividendo fiscal que permitirá abordar inversiones en infraestructura en regiones que se encontraban al margen del proceso que vivía el resto del país.
Venezuela, de forma inexplicable (o peor, solo explicable por una maraña de dislates) no pudo capitalizar una década de bonanza petrolera para apalancar y diversificar su capacidad productora. Hoy no solo nos afecta el descenso de los precios del petróleo, sino la mermada producción del crudo por falta de inversiones. Pero lo más dramático es que ahora importamos hasta café, porque el aparato productivo nacional quedó destruido por las expropiaciones, el absurdo modelo cambiario y los intrusivos e irracionales controles impuestos al sector privado. La relación con China, lejos de fomentar espacios para el crecimiento, nos ha confinado en una posición deudora; y el manejo de nuestras políticas con respecto a Estados Unidos y Colombia, nuestros dos más importantes socios económico-comerciales en el plano histórico, ha sido una cadena de desaciertos, desencuentros terminados en desconfianza y oportunidades perdidas en perjuicio de Venezuela.
Este asunto es central en Venezuela. Debería ser la prioridad del debate electoral. El liderazgo opositor debe emplazar al gobierno a que dé cuentas de este monumental fracaso y asuma su responsabilidad; pero eso no deberá distraerla de su prioridad: sentar las bases de un amplio acuerdo nacional en torno a políticas concretas que respondan a las dimensiones del desafío y a la gravedad de la crisis.
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