martes, 23 de febrero de 2016

Que las bombas no destruyan la sensatez

El Nacional, 22 de noviembre 2015
Los terribles y dolorosos ataques terroristas en París merecen repudio y acción concertada de los gobiernos frente a este flagelo. Esta es una noción compartida por muchos, pero no podemos equivocarnos al definir al enemigo, ni al trazar una estrategia en respuesta.
El enemigo no es el mundo árabe, ni tampoco el islamismo o los musulmanes. No tiene una base territorial ni se expresa como un Estado. Tampoco opera con los medios tradicionales de la guerra, ni combate en la forma convencional. El enemigo es un grupo terrorista con capacidad para reclutar células operativas, usando las ventajas de Internet y las nuevas formas de comunicación del entorno digital; con personas que viven dentro de los países o ciudades definidas como objetivo de sus ataques. El enemigo reclama una reivindicación religiosa que, en realidad, no representa ese pensamiento, pero sí es capaz de manipular el resentimiento (o la falta de cordura) que pocos pero peligrosos sujetos pueden albergar por distintas razones. Y, además,  se ha propuesto instalar el miedo, provocar radicalismos, rabia e irracionalidad. No hay duda de que rechazan nuestra forma de vida y concepción del mundo.
En suma, el enemigo es una tropa dispersa, pero bien intercomunicada, de desadaptados promotores de ataques terroristas, que solo polarizando y promoviendo una supuesta lucha entre culturas, religiones o etnias pueden amplificar su radio de acción para hacer más daño.
A estas alturas, cuando apenas empiezan a marchitarse las flores dejadas en las calles en recuerdo de las víctimas, ya hay algunas importantes voces que se equivocan o caen en el juego de la política del miedo y la polarización extremista.
Esta semana la problemática de los refugiados sirios (que buscan protección en otras latitudes) fue central en la discusión electoral de Estados Unidos, por ejemplo; y la mayoría republicana en el Congreso aprobó, con la velocidad del rayo, una ley que prohíbe en la práctica recibir a los refugiados, afectando a miles de familias a quienes esos mismos terroristas y fuerzas del mal que operan en Siria, entre otros actores, han despojado de sus más elementales derechos humanos.
El presidente Obama reiteró que vetaría esa legislación y que no negará trato humanitario a las primeros 10.000 refugiados del conflicto sirio que buscan amparo en Estados Unidos. El vicepresidente Joe Biden, desde Dallas, Texas (uno de los estados cuyo gobernador ha manifestado su negativa a admitir refugiados), tras explicar que el sistema de verificación del estatus de refugiados asegurará que no vendrán terroristas infiltrados, contestó a las preguntas de la prensa con una respuesta contundente: “El terrorismo gana si logra que, por miedo, nosotros cambiemos nuestros valores... darles la espalda a los refugiados es dejar de ser quienes somos”.
Paralelamente, Hillary Clinton, en el Consejo de Relaciones Exteriores, esbozaba su visión de la lucha contra el terrorismo de ISIS, destacando que el enemigo no es el mundo árabe ni el islam; que, para ganar esta lucha, la respuesta se encuentra en las técnicas de inteligencia y contrainteligencia, incluso con el apoyo de los gobiernos del Medio Oriente, y no siempre en la guerra o respuesta militar convencional.
Por su parte, Donald Trump, haciendo un cálculo extremista al que ya nos tiene acostumbrados, llegó más lejos que los republicanos en el Congreso. Propuso la creación de una base de datos federal para el registro obligatorio de toda persona árabe o de religión musulmana que viva en Estados Unidos, a efecto de hacerles “seguimiento policial cotidiano”. Algo muy propio de los nazis, cuando obligaban a los judíos a portar un brazalete con la estrella de David, que los distinguiera del resto de la población, antes de llevarlos a vivir en los guetos.
El terrorismo de ISIS necesita reacciones como la de Trump y posturas excluyentes, racistas y prejuiciosas, para exponenciar su capacidad de reclutar en medio de la frustración y el resentimiento.
La compasión por las víctimas desplazadas por el conflicto sirio, la tolerancia religiosa y cultural, la lucha contra los prejuicios raciales, son precisamente lo que aísla al terrorista y lo deja al descampado, reduciendo su capacidad de acción y obligándolo a movilizarse en formas que lo ponen al descubierto, al no encontrar aliados dentro de los países que pretenden desestabilizar.
Es obvio que el proceso de calificación del estatus de refugiados exige un cuidadoso y legítimo proceso de inteligencia y revisión de antecedentes, pero es posible hacerlo en un marco de garantías a la seguridad nacional. No tan obvio, pero igualmente relevante, es el hecho de que en cada paso de la lucha contra el terrorismo tenemos que derrotar los resentimientos que lo podrían cultivar, y dar testimonio de la compasión, defensa de los derechos humanos y los valores que representan a una sociedad que rechaza abiertamente el uso del terror.
Conviene tener en cuenta que los terroristas han descubierto que pueden intervenir en los procesos político-electorales calculando sus ataques y acciones en momentos en que los países renuevan sus liderazgos. Lo hacen para promover el extremismo cultivando resentimientos y conflictos capaces de deshacer la fibra de nuestras sociedades y abrirle paso al miedo.
La lucha contra el terrorismo debe ser concertada, inteligente y no convencional; y debe ser tan firme y decidida como la que se libra contra la intolerancia y los prejuicios. Es, tal como lo venezolanos hemos aprendido con muy dura lección, como el combate contra el autoritarismo, que solo se enfrenta con unidad en la pluralidad y teniendo muy clara la diferencia entre justicia y venganza.

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